El Cuadro - por Francisco Massiani
Había llegado en la madrugada antes de Mónica. Y tenía ya más de cinco horas en ese rincón de la playa. De tal manera que aprovechó las diez de la mañana, hora en que abría un kiosco donde se podía beber refrescos y cervezas, para beberse una. La lata la mantenía ahora en la mano del dedo fracturado y, de no haber sido por tres mosquitos que lo habían agredido y una frase que volara más pronto, una frase que lo había picado en otro lugar mas profundo que la piel, hubiese sentido el buen gusto de la cerveza y del paisaje, que era de una limpieza absoluta a no ser por la mancha opaca que proyectaba una nube solitaria en el mar. También parecía una mancha solitaria la picada de la frase en la memoria.
Dejó la lata de cerveza sobre la caja de pintura, se quitó el sombrero de paja y se quitó el sudor de la frente con la mano del dedo fracturado y se secó la mano con el pantalón. También aquella frase, de alguna manera, le había recordado una vieja fractura peor qeu la del dedo fracturado. Era el dedo anular de la mano derecha. Y lo tenía fracturado por haber escuchado una frase peor. Miró la tela que estaba en blanco. Y escuchó a su mujer.
-No me respondiste nada.
La vio hermosa. Como una gran pantera echada al sol. Tirada sobre la toalla roja, con su sombrero de lino, los lentes para el sol, tres revistas (el Hola, el Time, Vanidades) a un lado de una silla solitaria, una larga y cómoda silla solitaria de plástico cubierta por otra toalla y una novela. La novela era Misterio de Hamsum y estaba abierta donde había abandonado su lectura. Era una buena novela y por desgracia la lectura había sido abandonada en el mejor capítulo del libro. Osvaldo, el pintor, pensó que siempre la mujer dejaba no sólo los libros, también la vida en su mejor momento. Pero pensó después que era un pensamiento negro, que no tenía nada que ver con la belleza de su mujer y la pulcritud del día. Vio el frasco de aceite para el sol y las sandalias junto a su cuerpo perfecto y lleno de luz y se prometió ver mejor esas cosas sencillas y no pensar pendejadas.
-No me respondiste la pregunta- insistió Mónica.
-No- dijo Osvaldo-. Necesito otra cerveza. Ya vengo.
-Tráeme un refresco.
-¿Qué quieres?
-Cualquier cosa que pueda ahogar la sed y a otro maldito mosquito de este lugar. No sé por qué diablos elegiste este lugar. De verdad. No lo entiendo. Hubiésemos podido ir a Lagunita. Total el mar es el mismo.
-Pero en Lagunita hay gente. Demasiada gente. No me gusta la gente.
-Yo soy una- dijo ella.
-No lo eres. Tú eres el amor.
-Gracias, maestro.
-De nada, mi bella, mi única, mi eterno amor.
-¿Cómo va el trabajo?
Él miró la tela en blanco.
-Está perfecto.
Y vio nuevamente la tela en blanco manchada por la sombra del movimiento de una palma.
-Ya vengo- dijo.
Frente al kiosco, en la sombra, mientras bebía la cerveza y descansaba la vista, se secó nuevamente el sudor de la frente después de dejar el sombrero de paja sobre el pequeño mostrador improvisado por la dueña. Con la sombra advirtió que tenía la guayabera empapada de sudor. Y ahora sentía en sudor frío. La dueña, una mulata pequeña de ojos orientales y tan luminosos como eran luminosos los cerros empedrados que cercaban la bahía, le sonrió:
-Esta vez llegó temprano.
-Así es, María.
-Esa señora es más bonita que la otra.
-Gracias, María: esta señora es mi único y eterno amor.
-Usted habla bonito.
-Digo la verdad, María.
-A veces la verdad no es bonita, Osvaldo.
-Pero ésta es una verdad tan bonita como tú, María.
Ella lo decía sin malicia, las palabras de María eran tan limpias como su piel, siempre bañada de mar y de sol. El viejo la conocía lo suficiente para comprender que hablaba como solía hacerlo sola con una palmera o al dirigirse a uno de los gatos que rodeaban el kiosco. También tenía dos perros y un viejo, su viejo, que era mucho más viejo que el viejo Osvaldo. Estaba sentado ahora dentro del kiosco y dejaba ver la cabeza canosa tapada por un sombrero.
-Te pago después, María.
-No te preocupes, muchacho.
-Gracias por lo de muchacho.
-Si no fuera por tu barba, parecerías un carajito.
-Gracias.
-Así es, señor Osvaldo. Usted es un carajito.
-Un carajito que te ama.
-Cuidado con vainas- dijo el viejo del kiosco. El viejo de María.
-Viejo loco- dijo Osvaldo. Y se rió con ganas. Y María y el viejo compartieron la risa.
Osvaldo llevó una caracola para Mónica y otra cerveza. Le agradó sentir el sol sobre su piel sudada, Mónica se había esacapado de la silla. La vio entre las olas con el mar por las rodillas. Se inclinó para salpicar el agua con las manos como para espantar el frío. Después la borró la espuma de una ola y por último reapareció, se pasó las manos por la cara y se estiró su cabello negro hacia atrás. Era más negro, mojado, casi rojo y brillaba más.
-Dios mío- dijo- Te adoro.
Y vió la tela en blanco.
-Si fui feliz, Mónica. En Madrid, en Barcelona, en París, incluso en Londres con aquella porquería de humedad y de frío. Los ingleses deben todos sufrir de artritis. Y son sordos del alma.
Tal vez los franceses son también sordos del alma. No lo sé. Mónica, no lo sé. Esa vez que me dejaron en el bar, borracho y tirado en el suelo. Era ella, Mónica. Era ella. Y era feliz con ella, Mónica. Muy feliz. Sobre todo en París. Y no sé cómo comenzó a derrumbarse todo. Yo he visto barcos muy sólidos deshechos por el tiempo y sospecho que alguna vez fueron barcos seguros, sin la menor aparición de la corrosión del tiempo. No sabemos cómo comienza el amor, pero hay algo cierto; en esa ignorancia vemos que hay falta de bondad. Cuando no hay bondad, querida, el animalito se escapa y ya es demasiado tarde para entender eso. No hay trampa posible que pueda atraparlo, las mejores trampas para cercarlo otra vez. Ni un trozo de buen alimento viejo, ni tan siquiera un gesto antiguo de miedo o de ternura, y se pierde, así nuestra pobre inteligencia, nuestra impotente astucia y perversa malicia, arme con mentiras y con los más firmes materiales esa trampa. Se va y se pierde, por la falta de bondad. Y el caso es que fui feliz, Mónica, muy feliz y ella lo fue. Pero no había entre nosotros la bondad. Y la felicidad se nos escapó de nosotros por ese lugar donde faltaba la bondad y no hay modo entonces para convencerse de que el animal se ha escapado para estar con un calor diferente en alguna otra esquina, en otra ciudad, entre otras manos, ésa es la vaina <<¿fuiste feliz en París?>>. Claro que sí, querida y vieja y eterna Mónica. Todo el mundo es feliz en ese país, que no es una ciudad. Es un país, Mónica. París es un país. Ya lo dijo Vallejo.
<<¿Y conmigo, Osvaldo?>>
-Contigo el amor- se oyó decir.
Contigo el amor, se repitió y saboreó después un buen trago con el tabaco rubio.
-Nisiquiera sabemos ser desdichados, imagínate.
-El agua está sabrosísima, deberías bañarte- dijo ella.
-Ya me bañaré. Te traje el refresco. Está en la silla.
-Debe estar hirviendo.
-Seguro- dijo.
Ella sentía el perfecto cuerpo cubierto por su gran toalla roja y mientras buscaba las sandalias de paño, él la deseó y tuvo la certeza de que la belleza no necesitaba muchas palabras para ser amada. Bastaba la piel y apenas un poco de ternura para él. O tal vez ya estaba comenzando a envejecer, lo que le importaba un verdadero pepino. Pasó a su lado, sonrió, le picó el ojo y siguió hacia el kiosco, <>, pensó, es que haga o no preguntas pendejas la respuesta la tiene ella y su absoluta belleza.
Porque cuando la belleza está armada por la lucidez y la bondad, jamás perece y es más sólida que el más sólido buque armado, por el más perfecto tratamiento que pueda darle un perfecto astillero.
-No era buena, Mónica.
Se sintió mejor después de pensar esa verdad. Se sintió joven y lleno de una extraña felicidad. Y entonces comprendió que era absolutamente feliz. Y eternamente feliz.
Y después de soltar unas gotas de sudor vio el trabajo hecho: una inmensa Mónica desnuda, sobre la arena con los muslos bañados de mar. Era tan grande como la mitad de la ensenada. De tal manera que los peces brillantes de colores brincaban sobre su cuerpo y los veleros y los pájaros volaban en el aire alrededor de un sol de una redondez irregular, pero de un rojo absoluto. Las manos de Mónica enterradas en la arena eran más grandes que los barcos de carga que se estiraban en el horizonte. Era tan grande la imagen de Mónica que le fue difícil recuperarla, pequeña y humana en la playa. <>. Estaba hecho el cuadro, y la verdad, pensó, importa un carajo que lo pinte ahora o no. Ahora será el mundo del calor, de la transpiración del mundo de nuestra piel; será verla ahí, ese gran amor, y eso bastará, y será mejor que pintarla o no.
-
Dejó la lata de cerveza sobre la caja de pintura, se quitó el sombrero de paja y se quitó el sudor de la frente con la mano del dedo fracturado y se secó la mano con el pantalón. También aquella frase, de alguna manera, le había recordado una vieja fractura peor qeu la del dedo fracturado. Era el dedo anular de la mano derecha. Y lo tenía fracturado por haber escuchado una frase peor. Miró la tela que estaba en blanco. Y escuchó a su mujer.
-No me respondiste nada.
La vio hermosa. Como una gran pantera echada al sol. Tirada sobre la toalla roja, con su sombrero de lino, los lentes para el sol, tres revistas (el Hola, el Time, Vanidades) a un lado de una silla solitaria, una larga y cómoda silla solitaria de plástico cubierta por otra toalla y una novela. La novela era Misterio de Hamsum y estaba abierta donde había abandonado su lectura. Era una buena novela y por desgracia la lectura había sido abandonada en el mejor capítulo del libro. Osvaldo, el pintor, pensó que siempre la mujer dejaba no sólo los libros, también la vida en su mejor momento. Pero pensó después que era un pensamiento negro, que no tenía nada que ver con la belleza de su mujer y la pulcritud del día. Vio el frasco de aceite para el sol y las sandalias junto a su cuerpo perfecto y lleno de luz y se prometió ver mejor esas cosas sencillas y no pensar pendejadas.
-No me respondiste la pregunta- insistió Mónica.
-No- dijo Osvaldo-. Necesito otra cerveza. Ya vengo.
-Tráeme un refresco.
-¿Qué quieres?
-Cualquier cosa que pueda ahogar la sed y a otro maldito mosquito de este lugar. No sé por qué diablos elegiste este lugar. De verdad. No lo entiendo. Hubiésemos podido ir a Lagunita. Total el mar es el mismo.
-Pero en Lagunita hay gente. Demasiada gente. No me gusta la gente.
-Yo soy una- dijo ella.
-No lo eres. Tú eres el amor.
-Gracias, maestro.
-De nada, mi bella, mi única, mi eterno amor.
-¿Cómo va el trabajo?
Él miró la tela en blanco.
-Está perfecto.
Y vio nuevamente la tela en blanco manchada por la sombra del movimiento de una palma.
-Ya vengo- dijo.
Frente al kiosco, en la sombra, mientras bebía la cerveza y descansaba la vista, se secó nuevamente el sudor de la frente después de dejar el sombrero de paja sobre el pequeño mostrador improvisado por la dueña. Con la sombra advirtió que tenía la guayabera empapada de sudor. Y ahora sentía en sudor frío. La dueña, una mulata pequeña de ojos orientales y tan luminosos como eran luminosos los cerros empedrados que cercaban la bahía, le sonrió:
-Esta vez llegó temprano.
-Así es, María.
-Esa señora es más bonita que la otra.
-Gracias, María: esta señora es mi único y eterno amor.
-Usted habla bonito.
-Digo la verdad, María.
-A veces la verdad no es bonita, Osvaldo.
-Pero ésta es una verdad tan bonita como tú, María.
Ella lo decía sin malicia, las palabras de María eran tan limpias como su piel, siempre bañada de mar y de sol. El viejo la conocía lo suficiente para comprender que hablaba como solía hacerlo sola con una palmera o al dirigirse a uno de los gatos que rodeaban el kiosco. También tenía dos perros y un viejo, su viejo, que era mucho más viejo que el viejo Osvaldo. Estaba sentado ahora dentro del kiosco y dejaba ver la cabeza canosa tapada por un sombrero.
-Te pago después, María.
-No te preocupes, muchacho.
-Gracias por lo de muchacho.
-Si no fuera por tu barba, parecerías un carajito.
-Gracias.
-Así es, señor Osvaldo. Usted es un carajito.
-Un carajito que te ama.
-Cuidado con vainas- dijo el viejo del kiosco. El viejo de María.
-Viejo loco- dijo Osvaldo. Y se rió con ganas. Y María y el viejo compartieron la risa.
Osvaldo llevó una caracola para Mónica y otra cerveza. Le agradó sentir el sol sobre su piel sudada, Mónica se había esacapado de la silla. La vio entre las olas con el mar por las rodillas. Se inclinó para salpicar el agua con las manos como para espantar el frío. Después la borró la espuma de una ola y por último reapareció, se pasó las manos por la cara y se estiró su cabello negro hacia atrás. Era más negro, mojado, casi rojo y brillaba más.
-Dios mío- dijo- Te adoro.
Y vió la tela en blanco.
-Si fui feliz, Mónica. En Madrid, en Barcelona, en París, incluso en Londres con aquella porquería de humedad y de frío. Los ingleses deben todos sufrir de artritis. Y son sordos del alma.
Tal vez los franceses son también sordos del alma. No lo sé. Mónica, no lo sé. Esa vez que me dejaron en el bar, borracho y tirado en el suelo. Era ella, Mónica. Era ella. Y era feliz con ella, Mónica. Muy feliz. Sobre todo en París. Y no sé cómo comenzó a derrumbarse todo. Yo he visto barcos muy sólidos deshechos por el tiempo y sospecho que alguna vez fueron barcos seguros, sin la menor aparición de la corrosión del tiempo. No sabemos cómo comienza el amor, pero hay algo cierto; en esa ignorancia vemos que hay falta de bondad. Cuando no hay bondad, querida, el animalito se escapa y ya es demasiado tarde para entender eso. No hay trampa posible que pueda atraparlo, las mejores trampas para cercarlo otra vez. Ni un trozo de buen alimento viejo, ni tan siquiera un gesto antiguo de miedo o de ternura, y se pierde, así nuestra pobre inteligencia, nuestra impotente astucia y perversa malicia, arme con mentiras y con los más firmes materiales esa trampa. Se va y se pierde, por la falta de bondad. Y el caso es que fui feliz, Mónica, muy feliz y ella lo fue. Pero no había entre nosotros la bondad. Y la felicidad se nos escapó de nosotros por ese lugar donde faltaba la bondad y no hay modo entonces para convencerse de que el animal se ha escapado para estar con un calor diferente en alguna otra esquina, en otra ciudad, entre otras manos, ésa es la vaina <<¿fuiste feliz en París?>>. Claro que sí, querida y vieja y eterna Mónica. Todo el mundo es feliz en ese país, que no es una ciudad. Es un país, Mónica. París es un país. Ya lo dijo Vallejo.
<<¿Y conmigo, Osvaldo?>>
-Contigo el amor- se oyó decir.
Contigo el amor, se repitió y saboreó después un buen trago con el tabaco rubio.
-Nisiquiera sabemos ser desdichados, imagínate.
-El agua está sabrosísima, deberías bañarte- dijo ella.
-Ya me bañaré. Te traje el refresco. Está en la silla.
-Debe estar hirviendo.
-Seguro- dijo.
Ella sentía el perfecto cuerpo cubierto por su gran toalla roja y mientras buscaba las sandalias de paño, él la deseó y tuvo la certeza de que la belleza no necesitaba muchas palabras para ser amada. Bastaba la piel y apenas un poco de ternura para él. O tal vez ya estaba comenzando a envejecer, lo que le importaba un verdadero pepino. Pasó a su lado, sonrió, le picó el ojo y siguió hacia el kiosco, <
Porque cuando la belleza está armada por la lucidez y la bondad, jamás perece y es más sólida que el más sólido buque armado, por el más perfecto tratamiento que pueda darle un perfecto astillero.
-No era buena, Mónica.
Se sintió mejor después de pensar esa verdad. Se sintió joven y lleno de una extraña felicidad. Y entonces comprendió que era absolutamente feliz. Y eternamente feliz.
Y después de soltar unas gotas de sudor vio el trabajo hecho: una inmensa Mónica desnuda, sobre la arena con los muslos bañados de mar. Era tan grande como la mitad de la ensenada. De tal manera que los peces brillantes de colores brincaban sobre su cuerpo y los veleros y los pájaros volaban en el aire alrededor de un sol de una redondez irregular, pero de un rojo absoluto. Las manos de Mónica enterradas en la arena eran más grandes que los barcos de carga que se estiraban en el horizonte. Era tan grande la imagen de Mónica que le fue difícil recuperarla, pequeña y humana en la playa. <
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1 Comments:
te arruinare a franciso massiani contandote que el otro dia lo consagraban como autor de la revolucion?
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