De: EL DIARIO DE ADAN Y EVA, por Mark Twain
Lunes al mediodía.- Si existe algo sobre el planeta que no despierte su interés, yo no lo tengo en mi lista. A mí me son indiferentes determinados animales, y en eso me diferencio de ella. Ella no hace diferencias, se aficiona a todos, los toma a todos por alhajas y todo animal nuevo encuentra en ella buena acogida.
Cuando el potente brontosauro se nos metió dando zancadas en el campo, ella lo miró como una adquisición, y yo lo consideré una calamidad; éste es un ejemplo de la desarmonía que impera en nuestra manera de ver las cosas. Ella pretendía domesticarlo, y yo quise regalarle nuestra casa y largarnos a otra parte. A ella le pareció que se le podría domesticar con el trato cariñoso y que constituiría un juguete; yo dije que un juguete de veintidós pies de estatura y de ochenta y cuatro pies de largo no era lo más indicado para que anduviese entre nosotros, porque aún con las mejores intenciones y sin propósito de causar daño, podría echarse encima de nuestra casa y deshacerla, porque basta con mirarle a los ojos para convencerse de que era un distraído.
Pues, con todo eso, ella tomó a pechos el conservar semejante monstruo, y no pudo renunciar al mismo. Pensó que podríamos iniciar con él la instalación de una granja lechera y se empeño en que le ayudase yo a ordeñarlo. Me negué; era demasiado peligroso. El sexo estaba equivocado, y, en cualquier caso, tampoco teníamos una escalera. Quiso después cabalgar en aquel animal y contemplar el paisaje. Apoyaba en el suelo unos treinta o cuarenta pies de cola, y a ella se le antojó que resultaría cosa fácil el encaramarse por ella, pero estaba en un error; cuando llegó a la parte empinada se encontró con que era demasiado lustrosa, y se vini debajo de manera que se habría lastimado de no haber estado yo allí.
¿Le bastó eso para convencerse? No. A ella no la convencen sino las pruebas; las teorías no puestas a prueba no entran en su negocio, y se niega a admitirlas. Reconozco que la suya es la manera justa, y que me atrae, y que experimento su influencia; opino que acabaría adoptando esa misma norma si permaneciese más tiempo con ella. Pues bien: aún le quedaba una teoría a propósito de este coloso, a saber: que si nosotros lográbamos domesticarlo y que se amigase con nosotros, nos sería posible colocarlo a través del río y emplearlo como puente. Resultó que -al menos por lo que se refería a ella-
el animal estaba suficientemente domesticado; de modo, pues, que puso en práctica su teoría, pero le falló; cuantas veces consiguió situarlo de manera conveniente a través del río y volvió ella a tierra para cruzar aquel por encima del animal, éste se salió del agua y se volvió para seguirla, lo mismo que una montaña mimada. Igual que los demás animales. Porque todos hacen lo mismo.
Cuando el potente brontosauro se nos metió dando zancadas en el campo, ella lo miró como una adquisición, y yo lo consideré una calamidad; éste es un ejemplo de la desarmonía que impera en nuestra manera de ver las cosas. Ella pretendía domesticarlo, y yo quise regalarle nuestra casa y largarnos a otra parte. A ella le pareció que se le podría domesticar con el trato cariñoso y que constituiría un juguete; yo dije que un juguete de veintidós pies de estatura y de ochenta y cuatro pies de largo no era lo más indicado para que anduviese entre nosotros, porque aún con las mejores intenciones y sin propósito de causar daño, podría echarse encima de nuestra casa y deshacerla, porque basta con mirarle a los ojos para convencerse de que era un distraído.
Pues, con todo eso, ella tomó a pechos el conservar semejante monstruo, y no pudo renunciar al mismo. Pensó que podríamos iniciar con él la instalación de una granja lechera y se empeño en que le ayudase yo a ordeñarlo. Me negué; era demasiado peligroso. El sexo estaba equivocado, y, en cualquier caso, tampoco teníamos una escalera. Quiso después cabalgar en aquel animal y contemplar el paisaje. Apoyaba en el suelo unos treinta o cuarenta pies de cola, y a ella se le antojó que resultaría cosa fácil el encaramarse por ella, pero estaba en un error; cuando llegó a la parte empinada se encontró con que era demasiado lustrosa, y se vini debajo de manera que se habría lastimado de no haber estado yo allí.
¿Le bastó eso para convencerse? No. A ella no la convencen sino las pruebas; las teorías no puestas a prueba no entran en su negocio, y se niega a admitirlas. Reconozco que la suya es la manera justa, y que me atrae, y que experimento su influencia; opino que acabaría adoptando esa misma norma si permaneciese más tiempo con ella. Pues bien: aún le quedaba una teoría a propósito de este coloso, a saber: que si nosotros lográbamos domesticarlo y que se amigase con nosotros, nos sería posible colocarlo a través del río y emplearlo como puente. Resultó que -al menos por lo que se refería a ella-
el animal estaba suficientemente domesticado; de modo, pues, que puso en práctica su teoría, pero le falló; cuantas veces consiguió situarlo de manera conveniente a través del río y volvió ella a tierra para cruzar aquel por encima del animal, éste se salió del agua y se volvió para seguirla, lo mismo que una montaña mimada. Igual que los demás animales. Porque todos hacen lo mismo.
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