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Sunday, April 30, 2006

By Antonia Palacios (Caracas, 1904 - 2001)

De: ESCRITO EN EL MARGEN (1979)

Al escribir no hacemos más que explorar en nosotros mismos en busca de nuestro misterio. Luego de esa exploración queda siempre una secreta realidad intransferible. La lucha por transmitir ese intransferible costituye la esencia de la creación.

En el impulso creador hay siempre revelación, advenimiento. Nada importa que lo revelado haya estado en nosotros siempre y nos hayamos consustanciado tanto con él hasta olvidarlo. En ese redescubrir reside, en gran parte, la creación. Lo trivial se torna milagroso.

El creador se haya siempre ne constante indagación de su yo. Una suerte de dragado interior hacia lo más profundo. Tarea que se dificulta a causa del mismo creador, quien levanta vallas internas y siembra de obstáculos la vía por donde avanza la indagación.

La creación posee un dinamismo propio dentro del cual se establecen pausas. La complejidad de la acción creadora propicia la lucha entre lo estático y lo activo. Aun en aquellos temperamentos inclinados por naturaleza a la acción, el goce que se desprende de facultades estáticas sobrepasa muchas veces a aquel que emana de la actividad en ebullición. Acaso el estaticismo, en su origen, no sea más que una de esas pausas, vastas demoras, que se abren en medio de los gérmenes de la creación.

La creación es una aventura en la que arriesgamos la totalidad de nuestro ser. El riesgo consiste precisamente en ignorar su destino.

Para el creador la realidad resulta siempre misteriosa. La creación penetra la realidad dejando intacto su misterio para una nueva posibilidad de renovación del acto creador.

El estilo no es solamente una serie de procedimientos que la técnica pone a nuestra disposición como medio de expresión. Es también una manera de formular que nos es propia y en su iniciación la técnica no cuenta mucho. Nacemos con un estilo ligado a nuestra manera de ser, el cual comienza a afirmarse en el momento que traduce con autenticidad nuestras experiencias. En sustancia el estilo no cambia, como no cambia tampoco, en lo esencial, nuestro ser. Al paso de los años el estilo se depura en la misma manera en que la experiencia nos modifica. El estilo nos pertenece como nuestra propia piel, cambiarlo, en su esencia, sería como traicionarnos a nosotros mismos. Nuestra fidelidad al estilo es involuntaria.

El estilo encierra mucho de nuestra vida interior.

Insistir, sin premeditación, en la búsqueda, es un camino hacia el hallazgo. Trillar una y mil veces el mismo surco, horadar con terca tenacidad el punto único que sólo reconoceremos cuando de él salte la chispa. Un continuo y fervoroso roce puede revelarnos lo inaudito.

A cada paso comprobamos la incapacidad que tenemos para fijar en la memoria la euforia producida por la dicha, el aniquilamiento en que nos sumerge el dolor. Todo cuanto vivimos en la vida del sentimiento parece roturar ámbitos ajenos a nuestra capacidad intelectual, fuera de todo discernimiento. Al reconstruir la dicha, el dolor, no logramos nunca su clímax originario. A pesar de su intensidad, todo estado de ánimo basado en lo sensorial es fugitivo y por lo tanto inasible. El verdadero alumbramiento tiene apenas la duración de un relámpago.

La demasiada cercanía no siempre conduce a un conocimiento profundo. La distancia crea perspectivas y sin la perspectiva tenemos un conocimiento confuso de las cosas y éstas se nos aparecen ajenas a su libre movimiento. Lo difícil es equilibrar la cercanía con la necesaria distancia para obtener una visión nítida, sin ofuscación, que se aproxime a la verdadera. Para los temperamentos apasionados ese equilibrio se dificulta, mas paradójicamente, sólo los temperamentos apasionados anhelan con intensidad el conocimiento profundo.

Nada, ni siquiera el amor, se nos da nunca en su totalidad. Todo lo hacemos nuestro en una forma fragmentaria.

El tiempo, para cada uno de nosotros, tal vez no sea otro que aquel que construimos de acuerdo con nuestro "tempo" interior. Construir, en este caso, equivale a fijar. El tiempo que cuenta para la creación es sólo aquel que fijamos creadoramente.

La madurez se evidencia cuando comenzamos a buscar en nosotros lo que en la juventud hemos buscado ávidamente en el exterior. Cuando comenzamos a tomar conciencia de nosotros mismos, a vivir de acuerdo con nuestra interioridad. Cuando comenzamos a poseer lo que hemos aquilatado en largos años de experiencia. Cuando al fin logramos someternos al destino que nos impone nuestra naturaleza.

La muerte vive en nosotros activa y subterráneamente. Actividad destructiva, devastadora, de la que apenas si tenemos señales exteriores en los momentos de crisis que dejan, como secuela, pequeñas y sucesivas muertes, presagios de la gran muerte definitiva. El adquirir conciencia de ese proceso nos predispone a una suerte de fatalidad en la aceptación de lo perecedero.

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