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Saturday, September 25, 2010

Diario de a bordo

Vamos a poner orden. Sí, orden. Cuando uno va a obligarse a hacer algo con determinación habla en plural, para tener un sentido del orgullo y la vergüenza. Por necesidad de un espejo digo que “vamos” a poner orden. La realidad se me ofrece, se me regala, aunque yo esté pensando en otra. Aunque yo esté pensando en otra he de tomarla. Postergar todo, todo menos esto. Una crónica es un agradecimiento. Las idas tienen su valor, pero luego se vuelven la medida de la vuelta, de las vueltas. Estoy aquí porque estuve allá. Una, dos, tres veces, por ahora. La cuestión es que me envuelve entonces un silencio que va más allá de lo que yo pedí. Un silencio de apartamento sin muebles (que tú debes conocer muy bien). Que la búsqueda de la pared blanca siempre me pide un grafiti. Que allá, en todos los allá, no hay sombras que calcar en las paredes. Que aquí, en la vuelta, en el aro dorado que tensa el arco, es un Calipso nublado y es mi medio. Antes de pasearme por las notas de ayer y que me distraigan del presente escribo hoy una suerte de introducción. Después de poner los pies sobre la tierra, con el cuerpo todavía tambaleándose por dentro, escribo en el espejo empañado de mi baño con los dedos: Diario de a bordo.

I.
Anoche (esa noche) me atormentaba el sapo. Nunca lo vi (habría preferido verlo). Solamente lo escuché y lo sentí cuando se posó brevemente sobre mi cabeza. Después de eso ya no pude volver a estar tranquilo hasta que salió el sol. Esa ingenua seguridad que nos hace sentir el sol. Como si el sapo supiera que yo no puedo ver en la oscuridad. Quizás el sapo era uno de esos duendes y el sol lo convertiría en piedra si lo sorprendía por ahí. El tormento comenzó temprano, a eso de las 10 de la noche, cuando mi abuela estuvo tosiendo. Yo estaba en el mismo cuarto que ella, mientras los demás veían la televisión afuera. Así que ellos sólo escucharon la tos. Pero entre una tos y otra yo lo escuché croar claramente. Me preguntaba si era mi imaginación pero cinco minutos después volvió a ocurrir. No quise dar la señal de alarma. Temía la reacción de él. Represalias. Una lección para mi cobardía. No lo sé. Desde el principio le atribuí inteligencia a ese sapo. Antes de acostarme había estado leyendo en los diarios de Robert Musil unas anotaciones para un cuento o novela corta sobre espantos y aparecidos. Enumeraba una larga serie de manifestaciones sobrenaturales en una casa y yo pensaba que iba a tener pesadillas inevitablemente (con todo ese material en bruto ahí al alcance de mi inconsciente). Ahora pienso que de no haber sido por el sapo el terror habría sido peor, verdadero. No habría sabido a qué atribuir esos dos dedos en mi cabeza. ¿Dije dedos? Quise decir patitas.

II.
Hay una toalla de un color que aunque no es exacto me hace pensar en la maravillosa imagen posterior a una sesión sadomasoquista de la modelo-actriz-sujeto-objeto con el pelo mojado, el maquillaje corrido, una teta asomada entre la bata (ahí el color del recuerdo) y una gran sonrisa. Me miro en el espejo y pienso: SAIGON. Nunca me veo así en la calle, nunca me veo así en las fotos. Nunca me veo así entre la gente. ¿Adónde se me va toda la fuerza, adónde se me va toda la vida, esto que veo en mis ojos? Entro en el baño de esta casa con su tragaluz. Es maravilloso el efecto que produce. Quiero tener siempre un tragaluz. Pienso en esa modelo-actriz-sujeto-objeto y quisiera dibujarla o fotografiarla aquí (allá) bajo esta luz y a esta temperatura. Parte de un ritual deportivo, taurino, en largas y agotadoras sesiones. No darlo nunca por terminado, postergación indefinida e indecisa. Sólo después de la deshidratación, con la sangre redistribuida de una manera completamente distinta por los rincones del cuerpo, entonces sí, casi sin hablar el qué y el cómo adecuados para poner manos a la obra.

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