Yo podría bailar ese sillón- dijo Isadora.
De una pierna rota y de la obra de Adolf Wölfli nace esta reflexión sobre un sentimiento que Lévy-Bruhl hubiera llamado prelógico antes de que otros antropólogos demostraran lo abusivo del término. Aludo a la sospecha de arcaica raíz mágica según la cual hay fenómenos e incluso cosas que son lo que son y como son porque, de alguna manera, también son o pueden ser otro fenómeno u otra cosa; y que la acción recíproca de un conjunto de elementos que se dan como heterogéneos a la inteligencia, no sólo es susceptible a desencadenar interacciones análogas en otros conjuntos aparentemente disociados del primero, como lo entendía la magia simpática y más de cuatro gordas agraviadas que todavía clavan alfileres en figurillas de cera, sino que existe identidad profunda entre uno y otro conjunto, por más escandaloso que le parezca al intelecto.
Todo esto suena a tam-tam y a mumbojumbo, y la vez parece un poco tecnicón, pero no lo es apenas se suspende la rutina y se cede a esa permeabilidad para consigo mismo en la que un Antonin Artaud veía el acto poético por excelencia, "el conocimiento de ese destino interno y dinámico del pensamiento". Basta seguir el consejo de Fred Astaire, let yourself go, por ejemplo pensando en Wolfli, porque algunas de las cosas que hizo Wolfli fueron cristalizaciones perfectas de esas vivencias. A Wolfli lo conocí por Jean Dubuffet que publicó el texto de un médico suizo que se ocupó de él en el manicomio y que ni siquiera traducido al francés parece demasiado inteligente, aunque sí lleno de buena voluntad y anécdotas que es lo que interesa puesto que la inteligencia la pondremos ahora todos nosotros. Remito al libro para el curriculim vitae, pero mientras se lo consigue no cuesta nada recordar cómo el gigante Wolfli, un montañés peludo y tremendamente viril, todo calzoncillos y deltoides, un primate desajustado incluso en su aldea de pastores, acaba en una celda para agitados después de varias violaciones de menores o tentativas equivalentes, cárcel y nuevos arrinconamientos en los pajares, cárcel y más estupros hasta que al borde del presidio los hombres sabios se dan cuenta de la irresponsabilidad del supuesto monstruo y lo meten en un loquero. Allí Wolfli hace la vida imposible a cuanto Dios crió, pero a un psiquiatra se le ocurre un día ofrecerle una banana al chimpancé en forma de lápices de colores y hojas de papel. El chimpancé comienza a dibujar y a escribir, y además hace un rollo con una de las hojas de papel y se fabrica un instrumento de música, tras lo cual durante veinte años, interrumpiéndose apenas para comer, dormir y padecer a los médicos, Wolfli escribe, dibuja y ejecuta una obra perfectamente delirante que podrían consultar con provecho muchos de esos artistas que por algo siguen sueltos.
Me baso aquí en una de sus obras pictoricas, titulada (estoy obligado a referirme a la versión francesa) La ville de biscuit a biere St. Adolf. Es un dibujo coloreada con lápiz (nunca le dieron óleos ni témperas, demasiado caros para malgastarlos en un loco), que según Wolfli representa una ciudad- lo que es exacto, inter alia-,pero esa ciudad es de bizcocho (si el traductor se refiere a la loz llamada bizcocho, esa ciudad es de loza, de bizcocho para la cerveza o de la loza de cerveza, o si el traductor entiende ataúd, esa ciudad es de loza o de bizcocho de cerveza o de ataúd). Digamos para elegir lo que parece más probable: ciudad de bizcocho de cerveza de San Adolfo, y aquí hay que explicar que Wolfli se creía un tal Sankt Adolph entre otros. La pintura, entonces, contiene en su título una aparente plurivisón perfectamente unívoca para Wolfli que la ve como ciudad (de bizcocho ((de bizcocho de cerveza (((ciudad San Adolfo))) )) ). Me parece claro que San Adolfo no es el nombre de la ciudad sino que, como para el bizcocho y la cerveza, la ciudad es San Adolfo y visceversa.
Por si no bastara, cuando el doctor Morgenthaler se interesaba por el sentido de la obra de Wolfli y éste se dignaba hablar, cosa poco frecuente, sucedía a veces que en respuesta al consabido: "¿Qué representa?", el gigante contestaba: "Esto", y tomando su rollo de papel soplaba una melodía que para él no sólo era la explicación de la pintura sino también la pintura, o ésta la melodía, como lo prueba el que muchos de sus dibujos contuvieran pentagramas con composiciones musicales de Wolfli, que además rellenaba buena parte de los cuadros con textos donde reaparecía verbalmente su visión de la realidad. Curioso, inquietante, que Wolfli haya podido desmentir (y a la vez confirmar con su retiro forzado) la frase pesimista de Lichtenberg "Si quisiera escribir sobre cosas así, el mundo me trataría de loco, y por eso me callo. Tan imposible es hablar de eso como de tocar en el violín, como si fueran notas, las manchas de tinta que hay sobre mi mesa..."
Si el estudio psiquiátrico hace hincapié en esa vertiginosa explicación musical de la pintura, nada dice de la posibilidad simétrica, la de que Wolfli pintara su música. Habitante obstinado de zonas intersticiales, nada puede parecerme más natural que una ciudad, el bizcocho, la cerveza, San Adolfo y una música sean cinco en uno y uno en cinco; hay ya un antecedente por el lado de la Trinidad, y hay el Car je est un autre. Pero todo esto sería más bien estático si no se diera en la vivencia de que esos quíntuples unívocos cumplen en su destino interno y dinámico (trasladando a su esfera la actividad que atribuía Artaud al pensar) una acción equivalente a la de los elementos del átomo, de manera que para utilizar metafóricamente el título de la pintura de Wolfli, la eventual acción del bizcocho en la ciudad puede determinar una metamorfosis en San Adolfo, así como el menor gesto de San Adolfo es capaz de alterar por completo el comportamiento de la cerveza. Si extrapolamos ahora este ejemplo a conjuntos menos gastronómicos y hagiográficos, derivaremos a lo que me pasó con la pierna rota en el hospital Cochín y que consistió en saber (no ya en sentir o imaginar: la certidumbre era del orden de las que hacen el orgullo de la lógica aristotélica) que mi pierna infectada, a la que yo asistía desde el puesto de observación de la fiebre y el delirio, consistía en un campo de batalla cuyas alternativas seguí minuciosamente, con su geografía, su estrategia, sus reverses y contraataques, contempador desapasionado y comprometido a la vez en la medida en que cada punzada de dolor era un regimiento cuesta abajo o un encuentro cuerpo a cuerpo, y cada pulsación de la fiebre una carga a rienda suelta o una teoría de banderines desplegándose en el viento.
Imposible tocar fondo hasta ese punto sin volver a la superficie con la convicción definitiva de que cualquier batalla de la historia pudo ser un té con tostadas en una rectoría del condado de Kent, o que el esfuerzo que cumplo desde hace una hora para escribir estas páginas vale quizá como hormiguero en Adelaida, Australia, o como los tres últimos rounds de la cuarta pelea preliminar del juego pasado en el Dawson Square de Glasgow. Pongo ejemplos primarios, reducidos a una acción que va de X a Z a base de una coexistencia esencial de X y Z. ¿Pero qué cuenta eso al lado de un día de tu vida, de un amor de Swann, de la concepción de la catedral de Gaudí en Barcelona? La gente se sobresalta cuando se le hace comprender el sentido de un año-luz, del volumen de una estrella enana, del contenido de una galaxia. ¿Qué decir de tres pinceladas de Masaccio que quizá son el incendio de Persépolis que quizá es el cuarto asesinato de Peter Kurten que quizá es el camino de Damasco que quizá es las Galeries Lafayette que quizá son el gato negro de Hans Magnus Enszesberger que quizá es una prostituta de Avignon llamada Jeanne Blanc (1477-1514)? Y decir eso es menos que no decir nada, puesto que no se trata de la interexistencia en sí sino de su dinámica ( su "destino interno y dinámico") que por supuesto se cumple al margen de toda mensurabilidad o detección basadas en nuestros Greenwich o Geigers.
Metáforas que apuntan hacia esa vaga, incitante dirección: el latigazo de la triple carambola, la jugada del alfil que modifica las tensiones de todo el tablero: cuántas veces he sentido que una fulgurante combinación de fútbol (sobre todo si la hacía River Plate, equipo al que fui fiel en mis años de buen porteño) podría estar provocando una asociación de ideas en un físico en Roma, a menos que naciera de esa asociación o, ya vertiginosamente, que físico y fútbol fuesen elementos de otra operación que podía estarse cumpliendo en una rama de cerezo en Nicaragua, y las tres cosas, a su vez...
FRAGMENTO DE LA VUELTA AL DIA EN OCHENTA MUNDOS DE JULIO CORTAZAR.
Todo esto suena a tam-tam y a mumbojumbo, y la vez parece un poco tecnicón, pero no lo es apenas se suspende la rutina y se cede a esa permeabilidad para consigo mismo en la que un Antonin Artaud veía el acto poético por excelencia, "el conocimiento de ese destino interno y dinámico del pensamiento". Basta seguir el consejo de Fred Astaire, let yourself go, por ejemplo pensando en Wolfli, porque algunas de las cosas que hizo Wolfli fueron cristalizaciones perfectas de esas vivencias. A Wolfli lo conocí por Jean Dubuffet que publicó el texto de un médico suizo que se ocupó de él en el manicomio y que ni siquiera traducido al francés parece demasiado inteligente, aunque sí lleno de buena voluntad y anécdotas que es lo que interesa puesto que la inteligencia la pondremos ahora todos nosotros. Remito al libro para el curriculim vitae, pero mientras se lo consigue no cuesta nada recordar cómo el gigante Wolfli, un montañés peludo y tremendamente viril, todo calzoncillos y deltoides, un primate desajustado incluso en su aldea de pastores, acaba en una celda para agitados después de varias violaciones de menores o tentativas equivalentes, cárcel y nuevos arrinconamientos en los pajares, cárcel y más estupros hasta que al borde del presidio los hombres sabios se dan cuenta de la irresponsabilidad del supuesto monstruo y lo meten en un loquero. Allí Wolfli hace la vida imposible a cuanto Dios crió, pero a un psiquiatra se le ocurre un día ofrecerle una banana al chimpancé en forma de lápices de colores y hojas de papel. El chimpancé comienza a dibujar y a escribir, y además hace un rollo con una de las hojas de papel y se fabrica un instrumento de música, tras lo cual durante veinte años, interrumpiéndose apenas para comer, dormir y padecer a los médicos, Wolfli escribe, dibuja y ejecuta una obra perfectamente delirante que podrían consultar con provecho muchos de esos artistas que por algo siguen sueltos.
Me baso aquí en una de sus obras pictoricas, titulada (estoy obligado a referirme a la versión francesa) La ville de biscuit a biere St. Adolf. Es un dibujo coloreada con lápiz (nunca le dieron óleos ni témperas, demasiado caros para malgastarlos en un loco), que según Wolfli representa una ciudad- lo que es exacto, inter alia-,pero esa ciudad es de bizcocho (si el traductor se refiere a la loz llamada bizcocho, esa ciudad es de loza, de bizcocho para la cerveza o de la loza de cerveza, o si el traductor entiende ataúd, esa ciudad es de loza o de bizcocho de cerveza o de ataúd). Digamos para elegir lo que parece más probable: ciudad de bizcocho de cerveza de San Adolfo, y aquí hay que explicar que Wolfli se creía un tal Sankt Adolph entre otros. La pintura, entonces, contiene en su título una aparente plurivisón perfectamente unívoca para Wolfli que la ve como ciudad (de bizcocho ((de bizcocho de cerveza (((ciudad San Adolfo))) )) ). Me parece claro que San Adolfo no es el nombre de la ciudad sino que, como para el bizcocho y la cerveza, la ciudad es San Adolfo y visceversa.
Por si no bastara, cuando el doctor Morgenthaler se interesaba por el sentido de la obra de Wolfli y éste se dignaba hablar, cosa poco frecuente, sucedía a veces que en respuesta al consabido: "¿Qué representa?", el gigante contestaba: "Esto", y tomando su rollo de papel soplaba una melodía que para él no sólo era la explicación de la pintura sino también la pintura, o ésta la melodía, como lo prueba el que muchos de sus dibujos contuvieran pentagramas con composiciones musicales de Wolfli, que además rellenaba buena parte de los cuadros con textos donde reaparecía verbalmente su visión de la realidad. Curioso, inquietante, que Wolfli haya podido desmentir (y a la vez confirmar con su retiro forzado) la frase pesimista de Lichtenberg "Si quisiera escribir sobre cosas así, el mundo me trataría de loco, y por eso me callo. Tan imposible es hablar de eso como de tocar en el violín, como si fueran notas, las manchas de tinta que hay sobre mi mesa..."
Si el estudio psiquiátrico hace hincapié en esa vertiginosa explicación musical de la pintura, nada dice de la posibilidad simétrica, la de que Wolfli pintara su música. Habitante obstinado de zonas intersticiales, nada puede parecerme más natural que una ciudad, el bizcocho, la cerveza, San Adolfo y una música sean cinco en uno y uno en cinco; hay ya un antecedente por el lado de la Trinidad, y hay el Car je est un autre. Pero todo esto sería más bien estático si no se diera en la vivencia de que esos quíntuples unívocos cumplen en su destino interno y dinámico (trasladando a su esfera la actividad que atribuía Artaud al pensar) una acción equivalente a la de los elementos del átomo, de manera que para utilizar metafóricamente el título de la pintura de Wolfli, la eventual acción del bizcocho en la ciudad puede determinar una metamorfosis en San Adolfo, así como el menor gesto de San Adolfo es capaz de alterar por completo el comportamiento de la cerveza. Si extrapolamos ahora este ejemplo a conjuntos menos gastronómicos y hagiográficos, derivaremos a lo que me pasó con la pierna rota en el hospital Cochín y que consistió en saber (no ya en sentir o imaginar: la certidumbre era del orden de las que hacen el orgullo de la lógica aristotélica) que mi pierna infectada, a la que yo asistía desde el puesto de observación de la fiebre y el delirio, consistía en un campo de batalla cuyas alternativas seguí minuciosamente, con su geografía, su estrategia, sus reverses y contraataques, contempador desapasionado y comprometido a la vez en la medida en que cada punzada de dolor era un regimiento cuesta abajo o un encuentro cuerpo a cuerpo, y cada pulsación de la fiebre una carga a rienda suelta o una teoría de banderines desplegándose en el viento.
Imposible tocar fondo hasta ese punto sin volver a la superficie con la convicción definitiva de que cualquier batalla de la historia pudo ser un té con tostadas en una rectoría del condado de Kent, o que el esfuerzo que cumplo desde hace una hora para escribir estas páginas vale quizá como hormiguero en Adelaida, Australia, o como los tres últimos rounds de la cuarta pelea preliminar del juego pasado en el Dawson Square de Glasgow. Pongo ejemplos primarios, reducidos a una acción que va de X a Z a base de una coexistencia esencial de X y Z. ¿Pero qué cuenta eso al lado de un día de tu vida, de un amor de Swann, de la concepción de la catedral de Gaudí en Barcelona? La gente se sobresalta cuando se le hace comprender el sentido de un año-luz, del volumen de una estrella enana, del contenido de una galaxia. ¿Qué decir de tres pinceladas de Masaccio que quizá son el incendio de Persépolis que quizá es el cuarto asesinato de Peter Kurten que quizá es el camino de Damasco que quizá es las Galeries Lafayette que quizá son el gato negro de Hans Magnus Enszesberger que quizá es una prostituta de Avignon llamada Jeanne Blanc (1477-1514)? Y decir eso es menos que no decir nada, puesto que no se trata de la interexistencia en sí sino de su dinámica ( su "destino interno y dinámico") que por supuesto se cumple al margen de toda mensurabilidad o detección basadas en nuestros Greenwich o Geigers.
Metáforas que apuntan hacia esa vaga, incitante dirección: el latigazo de la triple carambola, la jugada del alfil que modifica las tensiones de todo el tablero: cuántas veces he sentido que una fulgurante combinación de fútbol (sobre todo si la hacía River Plate, equipo al que fui fiel en mis años de buen porteño) podría estar provocando una asociación de ideas en un físico en Roma, a menos que naciera de esa asociación o, ya vertiginosamente, que físico y fútbol fuesen elementos de otra operación que podía estarse cumpliendo en una rama de cerezo en Nicaragua, y las tres cosas, a su vez...
FRAGMENTO DE LA VUELTA AL DIA EN OCHENTA MUNDOS DE JULIO CORTAZAR.
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